miércoles, 10 de junio de 2015

No encontré textos de comunicación específicos sobre el tema, pero como mi materia es "Comunicación, Cultura y Sociedad", suelo tratar este tema de la formación de los ciudadanos y el nacimiento de la democracia en el aula, ya que insisto mucho en el diálogo, la tolerancia, el respeto a la Ley, a la Constitución, a los derechos. Algunos de estos temas están en el programa, si bien no es un programa de Construcción de Ciudadanía, pero los toca y yo los comento en clase. Insisto mucho en la formación de una identidad propia, personal, y también nacional, que es comunicable y susceptible de ser compartida para lograr una identidad común. Esto sólo puede darse en el respeto al otro, o sea, en el ámbito democrático. Y todo esto tiene origen en la democracia griega, como cuenta este post.

Hace dos mil quinientos años, en Grecia, nació una civilización que haría surgir la filosofía y la política. Más específicamente en Atenas, la idea de la política se relacionaba con la idea fundamental de la existencia de un hombre que asume una postura activa en la búsqueda de un orden político autónomo, no dado por la divinidad, como hasta el momento era la premisa. Es por esto que un recorrido histórico que tenga por fin la construcción del concepto de ciudadanía debe iniciarse aquí, sobre todo considerando que su extraordinaria fuerza innovadora llega a nuestro tiempo: las discusiones que plantea son en muchos casos las mismas de hoy en día (ver más abajo Platón-Protágoras) y es, a la vez, base de la otra gran ruptura histórica, la de la modernidad. En la Atenas del siglo V a. C., llamado «de Pericles», se fue desarrollando una idea de ciudadanía que tenía que ver con el reconocimiento de derechos (y su paulatina expansión) y la noción de igualdad, es decir, que se trataba de una ciudadanía que contenía en germen sus elementos básicos.

¿Cómo participaba este hombre nuevo, el ciudadano, en la tarea que lo caracteriza, es decir, en la gestión del gobierno? Para aclarar este punto, consideramos solo a la polis de Atenas, donde el sistema alcanzó su mayor esplendor (y decadencia). Cuando se mencionan estos temas, acude una idea, la de la democracia directa llevada a cabo por estos ciudadanos en la asamblea, donde se tomaban las decisiones políticas básicas. Esto tiene un claro valor simbólico que hace extraordinariamente importante a la institución: todos los ciudadanos podían participar en las deliberaciones, todos podían opinar y votar —aunque en la práctica no fuera así, porque el número de ciudadanos y la extensión del territorio lo hacían imposible—. Los historiadores han calculado la población de Atenas para ese siglo en quinientos mil habitantes, de los cuales unos trescientos mil eran esclavos, cincuenta mil extranjeros, cien mil mujeres y niños, todos ellos excluidos del ejercicio de la ciudadanía, con lo cual restan 50 mil ciudadanos aproximadamente. Aunque estas cifras son solo estimativas y otros autores hacen los cálculos sobre la base de una población de alrededor de trescientos mil habitantes, el fondo de la cuestión no cambia. Si bien todos los que tenían la condición de ciudadanos podían participar, muchos no lo hacían; por lo tanto, no se trataba de una democracia directa y, en consecuencia, completa, como se la ha idealizado (sin restar importancia a la fuerza de la idea).

Quizás lo valioso era el método para seleccionar ciudadanos para los cargos de gobierno, que enfatizaba la idea de igualdad, porque esa elección se hacía por sorteo: si todos son iguales, es el azar el que decide. Por supuesto que este sistema tiene su límite en cuanto el cargo exige capacidades especiales para su desempeño. El ciudadano común también participaba en la administración de justicia a través de tribunales que decidían la culpabilidad o no de los acusados, en una profunda manifestación de democracia.

En Atenas recién se llegó a determinar la condición de ciudadano después de un proceso que culmina con Pericles. Bajo su gobierno se estableció que ciudadano es todo varón, hijo legítimo de padre y madre atenienses, de más de veinte años de edad. La desigualdad que esto implica, en su carácter de ciudadanía restringida, debe ser considerada respecto de los ciudadanos y no ciudadanos, y de los que tienen la condición de ciudadanos entre sí. No ciudadanos eran los esclavos —un número importante, según vimos—, condición a la que se llegaba por ser prisionero de guerra, pero también por ser un ciudadano que no pudo pagar sus deudas, con lo cual los más pobres eran privados fácilmente de sus derechos políticos. Hacia el 500 a. C. se abolió la esclavitud por deudas. Tampoco tenían el estatus de ciudadanos los extranjeros —considerables en cantidad—, que eran habitantes de segunda, con restricciones tan graves como no poder ser propietarios o no tener igualdad legal. Entre los mismos ciudadanos las diferencias estaban dadas por los ingresos, ya desde el principio del proceso: los más ricos tienen más derechos que los pobres, aunque se va avanzando hacia la igualdad de derechos. Para la participación política, el grado de riqueza es importante: se necesitan medios de subsistencia para poder asistir a la asamblea, los tribunales y ejercer cargos. Es decir, que para que el ciudadano dispusiera de tiempo de ocio, debía tener esclavos que realizaran el trabajo en sus tierras; de lo contrario, su participación se restringía o directamente se anulaba. Estas desigualdades fueron muy pronunciadas y dieron lugar a grandes conflictos. Si bien se trató de redistribuir a favor de los más pobres a través del gasto público y la creación de colonias, la desigualdad persistió y generó un pequeño grupo de privilegiados. Sin embargo, la figura del ciudadano trabajador es aquí relevante; si bien se trataba de una sociedad esclavista, gran parte del trabajo era realizado por hombres libres que tenían que trabajar para vivir, o sea, ciudadanos pobres.

En este lugar y en este momento histórico excepcional se plantearon dos cuestiones claves para todos los tiempos: a quiénes se considera ciudadanos y cuál es el papel o la función del conocimiento en relación con la condición de ciudadanía. Aquí vale la pena recordar que en la antigua Grecia conocimiento era sinónimo de filosofía. ¿Era conveniente que todos los ciudadanos atenienses fueran ciudadanos y, por lo tanto, estuvieran habilitados para hacerse cargo de los asuntos públicos? ¿O debía ser esa una tarea reservada a los filósofos? Esos interrogantes fueron el punto de partida de discusiones que atraviesan la historia sin perder validez, y que fueron origen de legislaciones positivas en distintas épocas. Lo central del tema es si el trabajador, el hombre común, está capacitado o no para gobernar, para participar o no en las decisiones políticas, si estas tareas no quedan reservadas para los filósofos, para los expertos, para la gente educada. Como puede verse, es la discusión de hoy en cualquier mesa de bar, que ya estaba plasmada en el diálogo Protágoras, de Platón, donde Sócrates pone en tela de juicio la capacidad del «vulgo» para gobernar: «… cuando la Asamblea se reúne veo que si se trata de construcciones se llama en consulta a arquitectos, si se trata de navíos se hace venir a armadores. (…). Si en cambio se trata de los intereses generales de la ciudad, vemos que se levantan indistintamente para tomar la palabra arquitectos, herreros (…) ricos y pobres, nobles y gentes del vulgo, y nadie les echa en cara, como en el caso anterior, que se presentan allí sin estudios previos, sin nunca haber tenido maestros, a dar algún consejo: prueba evidente de que nadie considera que esta sea materia de enseñanza». Este argumento por el cual los trabajadores no están calificados para gobernar predominó en Occidente durante más de dos mil años. La respuesta de Protágoras, el sofista asesor de Pericles, es que todos tienen derecho a hacer las leyes; no es que algunos tengan un conocimiento que otros no tienen, el pobre y el rico, el terrateniente y el campesino, tienen el mismo derecho a participar en la asamblea.

El manejo de los asuntos políticos se aprende «del mismo modo que se aprende la lengua materna»: en el hogar, la calle, el trabajo y, eventualmente, en la escuela. La única forma de hacer política es la discusión y el consenso de todos, y no es —como sostiene Platón— que solo los filósofos son aptos para gobernar, porque se dedican a buscar las verdades absolutas. En cambio, el principio del «hombre medida de todas las cosas» genera multitud de opiniones o de verdades subjetivas que llevan a la anarquía. Dice Platón: «La justicia es que los superiores gobiernen sobre los inferiores» (Gorgias). Por lo tanto, la democracia es un orden antinatural, ya que, si cada uno opina y actúa según su parecer, se altera el orden «natural», lo que conduce al caos. El planteo es: ¿ciudadanía para todos o ciudadanía restringida? Y cuando hablamos de «restringida» nos referimos no solo a la limitada extensión del derecho al voto —no votan los analfabetos, ni los que carecen de propiedades o de determinado nivel de ingresos, por ejemplo—, sino también a las situaciones en las que se ejerce el voto universal pero acotado a la elección de los expertos que mejor gobernarían en determinada oportunidad. Vote y regrese al espacio privado: el hogar, el lugar de trabajo o, en los últimos tiempos, al lugar de consumo por excelencia, el shopping.

En Atenas se gestó la idea y la práctica de la ciudadanía: ser ciudadano era un orgullo y todo tipo de coerción sería eliminado y reemplazado por la discusión y el consenso. La idea de pertenencia a la comunidad, de respeto a las tradiciones y la ley (por lo que Sócrates acepta su propia ejecución), la anteposición de los intereses públicos a los privados, todo lo que constituyó el andamiaje de la Atenas clásica —tan exitosa en su política, sus batallas y su economía— se resquebrajó a partir de la derrota ante Esparta, con la que se cerró el siglo V a. C. No es que en el período de gloria se desarrollara en forma perfecta la democracia, no todos los griegos la aceptaban. El enriquecimiento privado por el desempeño de cargos públicos, por ejemplo, era común y, por eso, existían los juicios de investigación sobre sus patrimonios al finalizar la gestión. Pero, a fines del siglo V a. C., esta y otras manifestaciones se agudizan; ante el desastre militar, entran en crisis las creencias y aparece un hombre que tiende a hacer prevalecer lo privado por sobre lo público, surge la idea de individuo, expresada por los filósofos sofistas. Estos enseñaban el arte de gobernar en forma individual y paga, mientras que Sócrates lo hacía en la plaza pública sin cobrar, lo que es una manera clara de visualizar el pensamiento de cada corriente. Ya Platón, en su Academia, impartía una enseñanza no gratuita (la primera academia tenía por fin formar en el arte de la política a los hijos de la aristocracia en decadencia). La decadencia abrupta de la polis modelo conlleva el empobrecimiento de gran parte los ciudadanos, el reemplazo de la democracia por una tiranía y el fin de las alianzas base del imperio. Una aristocracia enriquecida en este contexto lleva a prácticas que no se condicen con la condición de ciudadano: la venta de votos y la integración del ejército por mercenarios, cuando la libre participación política y la defensa del territorio por parte de los ciudadanos eran requisitos esenciales de su condición.

En el escenario de decadencia de la democracia ateniense aparece Isócrates, un filósofo cuyas ideas, enseñanzas y acciones se sustentaban en la retórica. Isócrates consideraba que la palabra era acción política en sí misma y, por lo tanto, esencial en el ejercicio de la ciudadanía. Para practicar la retórica, los ciudadanos necesitaban formarse, recibir una verdadera educación política. A través del estudio y la práctica de la retórica, este filósofo pretendía una verdadera formación moral del ciudadano, opuesta al relativismo y el efectismo inmediato de los sofistas, y diferente del idealismo platónico y de su concepción del filósofo como gobernante de la polis. La educación política era para Isócrates una formación para la acción política.

Ubicado en una situación histórica crítica, Isócrates buscaría alcanzar, desde su perspectiva cultural, tanto la unidad de todos los helenos como la superación de la decadencia de su polis, Atenas. Para esto sería necesario educar a las nuevas generaciones de atenienses por medio de la retórica, único agente formativo capaz de dotar al ciudadano y al dirigente de las herramientas fundamentales para salvar a Grecia de un ocaso total. A través de su modelo intelectual y de vida, Isócrates esperaba lograr un efecto multiplicador, transformando a sus educandos en educadores políticos de otros ciudadanos, que a su vez continuarían la labor emprendida.

Fuente: Para educar - Aportes para la Enseñanza para el Nivel Medio
http://www.aportes.educ.ar/sitios/aportes/recurso/index?rec_id=110275&nucleo=etica_nucleo_recorrido

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